Solidaridad en la acción
Este lugar contiene material suplementario que se recolectó en las grabaciones de estas Memorias, pero que por una variedad de razones, principalmente por la necesidad de manejar su número de páginas, no se incluyen en el libro impreso. En este lugar se incluyen también documentos legales y judiciales, recortes de periódicos, cartas, testimonios y fotos que sostienen los datos que se presentan en los libros. Usted puede visitar este lugar en la internet y añadir sus comentarios críticos a esta...
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1. Intro
El azúcar (del árabe hispánico assúkkar, y del árabe clásico sukkar) proviene principalmente de la caña de azúcar (una de las varias especies del género saccharum) o de la remolacha (beta vulgaris). El cultivo de esta última pertenece a las zonas templadas y prevalece hoy en Europa y Estados Unidos. El cultivo de la primera se radica en las zonas tropicales.
Esta exploración se dirige hacia la compleja y conflictiva relación entre la producción del azúcar de la caña, con sus consecuentes complejos fenómenos de carácter histórico, social, cultural, económico y político que ese negocio procreó, y la producción de azúcar de remolacha. Estas dos actividades económicas dentro del marco de la economía de Estados Unidos, proveyeron los resortes que movilizaron y sustentaron el impulso imperialista de esa república.
Sin duda otros factores contribuyeron a esa política imperialista. Ciertos intérpretes de los acontecimientos señalan que una vez el dinamismo de expansión continental se topó con los límites naturales del Océano Pacífico, con los geopolíticos (las fronteras pactadas con México y Gran Bretaña), y las raciales (la oposición a incorporar a la Unión a pueblos en los que dominaran los “no blancos”), la supuestamente irrepresible idiosincracia del “espíritu americano” se canalizó hacia otras tierras en las que se pudiera implantar el dominio anglosajón. Ciertamente, esta ideología del Destino Manifiesto sirvió de envoltura retórica a todas las campañas expansionistas continentales, y sus componentes de superioridad racial, que luego tuvieron eco en los versos kiplinescos de “la carga del hombre blanco” de imponer su civilización a los pueblos inferiores.
Otros estudiosos de la época enfatizan las presiones geopolíticas generadas por la rápida expansión del Imperio Británico y su dominio de los mares. Estos historiadores discurren que las advertencias del comodoro Alfred T. Mahan encontraron terreno fértil en la imaginación de algunos expansionistas como Teodoro Roosevelt, quienes elaboraron y eventualmente implantaron una política de predominio naval, cuyas consecuencias inevitables incluían el establecimiento de bases navales y estaciones carboneras en ultramar.
Otros factores que se citan incluyen la necesidad de crear un foco que sanara las profundas heridas abiertas por la Guerra Civil. Una política militar agresiva, supuestamente, reconciliaría al Norte y al Sur con un sentido patriótico de grandeza de un estado unificado con un propósito común, en contra de rivales externos.
De la misma manera se cita la necesidad de la burguesía de Estados Unidos de aplacar la furia del proletariado, proveyéndole oportunidades de aventuras y violencias que diluyeran el ardor de la lucha de clases, encendiendo el patriotismo chauvinista de conquista y dominio de otros pueblos.
En la mayoría de los casos, no obstante, se nos pinta un escenario en el que, por algunas o todas estas razones citadas, Estados Unidos tropezó inadvertidamente con una victoria sobre España y con la adquisición involuntaria —lo llaman el “reluctant empire”— de posesiones en ultramar.
En esta muy común interpretación de los eventos, el gobierno de Estados Unidos, Wall Street, y el presidente William McKinley en particular, se vieron empujados, en contra de sus mejores deseos, hacia una guerra que trataron por todos los medios de evitar. La prensa amarilla y el jingoísmo que ésta genera en las masas del país fuerzan a sus gobernantes (después de todo, supuestamente el pueblo manda), a la confrontación bélica con España. De acuerdo a esta interpretación, McKinley buscó desesperadamente una salida diplomática de la crisis, pero los españoles fueron tan corruptos y obtusos, que no le brindaron las herramientas para aplacar la sed de justicia libertadora que ardía colectivamente en los corazones del pueblo de Estados Unidos. ¡Libertad para Cuba! era la consigna, y la presión política a la que supuestamente se vio sometido el Presidente se hizo insoportable cuando ésta se transformó en Remenber the Maine!.
Publicamos estas fichas con la intención de explorar las dimensiones económicas, materiales, de la erupción imperialista en la política de Estados Unidos, que tengan un fundamento más sólido que las prevalecientes teorías que promueven la supuesta inocencia y bondad de los políticos que la protagonizaron.
Lejos de intentar demonizar esos protagonistas, sin embargo, tratamos de presentarlos como seres humanos, de carne y hueso, sujetos a unas fuerzas que algunas veces ellos pueden afectar, pero que generalmente no pueden controlar. Lo que nos interesa es auscultar esas fuerzas impersonales, las luchas y confrontaciones que generan, y el desenvolvimiento resultante de la historia, que puede quedar oscurecido por las ideologías dominantes.
El azúcar es un tema central en el desarrollo de la novela gráfica 1898. La médula del tema es el vínculo entre el azúcar y la primera manifestación de la incipiente política imperialista de Estados Unidos. Para abarcar un tema tan complejo, tenemos que estudiar el fenómeno del azúcar desde varias perspectivas, una de las cuales corresponde, naturalmente, al desarrollo de la industria azucarera en Estados Unidos.
Otro tema que requiere atención nos transporta fuera de las investigaciones sobre el azúcar pero que es esencial para este trabajo es el imperialismo. En la búsqueda de las intersecciones económicas y geopolíticas que motivan la anexión de Hawái y la conquista de Estados Unidos de Las Filipinas y de Puerto Rico, sociedad que mantiene en sujeción colonial, y el dominio neocolonial prolongado de Cuba y Santo Domingo, es esencial que contemos con unos términos definidos que expliquen las acciones de las grandes potencias económicas a partir de los últimos años del Siglo xix.
Otro nodo del sistema azucarero que se incluye en esta presentación es el tema de Saint Domingue, que fue en su momento la principal colonia azucarera del mundo, y sede de una revolución de esclavos que le dio forma a la primera república de América Latina, que hoy se conoce como la República de Haití. Este tema precede el desarrollo de las políticas imperialistas por parte de la clase dominante de Estados Unidos, pero forma un eslabón muy importante —la descomunal expansión mundial del mercado del azúcar— en la cadena histórica que desemboca en el plan de dominio de Estados Unidos sobre el Caribe y las luchas que este plan ha desencadenado.
Investigar cómo se relacionan estos dos vectores, el dramático crecimiento del mercado mundial del azúcar y el surgimiento de las políticas imperialistas de Estados Unidos al cerrar el siglo xix y comenzar el siglo xx, será el propósito central de esta red de páginas.
Con la posible excepción de quienes encuentran ese término ideológicamente antipático, especialmente en su aplicación a las políticas de Estados Unidos, existe el consenso de que en esos años se inició en las naciones más desarrolladas un fenómeno político y económico de naturaleza agresiva y expansionista, que llegó a afectar a todas las sociedades del planeta, al que se le ha puesto el nombre de Imperialismo.
Éstos, como todos los nodos del sistema informático de 1898, al que se accede a través de estas páginas, debe considerarse como un trabajo en progreso. Las fichas que se han publicado pueden sufrir revisiones, según el público pueda señalar sus defectos. De seguro, se publicarán páginas nuevas que completen las lagunas que se descubren en este tipo de investigación. Con el tiempo, según se crean nuevos nodos informáticos, se establecerán vínculos entre el azúcar y otros temas importantes que surjan de la investigación de esta época crucial en nuestra historia.
2. Datos
La caña de azúcar fue cultivada inicialmente, en la remota antigüedad, en lo que hoy se conoce como Nueva Guinea. De ahí, cerca del 8000 ac, parece haberse propagado a lo que hoy se conoce como Las Filipinas y a lo que llamamos hoy la India, y posiblemente al resto de lo que es hoy Indonesia. Aunque aparecen referencias vagas de sustancias endulzantes diferentes a la miel en la literatura de la India (400 – 350 ac), la primera mención conocida de la extracción de una substancia sacarosa de la caña se registra en las crónicas de las incursiones del imperio de Alejandro Magno a la India. Allí, Nearkos, uno de sus lugartenientes, reportó haber visto la producción de mieles de una caña sin la intervención de abejas (327 ac).
En el año 500 dc, en el Budagosa, manuscrito hindú sobre la conciencia moral, se registran las primeras referencias claras al proceso mediante el cual el jugo de la caña se convierte, empleando el calor y la evaporación, en una substancia sólida, aunque no necesariamente cristalina. En el año 627 dc, los cronistas del emperador bizantino Heraclio registran que al éste capturar los palacios del rey persa Kosroes II, cerca de Bagdad, se descubrieron allí abastos de una substancia “de lujo” proveniente de la India, cuya descripción es la del azúcar.
Entre los siglos cuarto y octavo de esta era, se establecieron importantes centros de producción de azúcar de caña en las regiones del delta del río Indo, y en el delta del Tigris y el Éufrates. La producción de azúcares de la caña se dispersó a través de Persia y se asentó en lo que hoy se conoce como Iraq. Al llegar a su apogeo, estos centros en Mesopotamia exportaban el azúcar de caña a través de todo el mundo conocido. Para el año 800 dc, ya se conocía en Europa, aunque más como una especie y como un medicamento —siempre un lujo— que como un endulzante.
De Mesopotamia, siguiendo sus espectaculares conquistas, los árabes transportaron el cultivo de la caña y la extracción del azúcar a través de todos sus territorios. Entre su derrota de Heraclio en 636 y la conquista de la Península Ibérica en 711, los árabes habían establecido un califato en Bagdad, conquistado todo el norte de África y atravesado los Pirineos hasta llegar al sur de Francia (Poitiers, 732).
Es muy probable que al llegar a Egipto, los árabes ya se hubieran topado con instalaciones azucareras de considerable producción comercial. Su genio consistió en amaestrar las técnicas, transportarlas a otras regiones, adaptarlas a las nuevas condiciones y mientras tanto perfeccionar muchos de los procesos para hacerlos más eficientes.
Uno de esos casos ocurrió en el sur de la Península Ibérica, donde desarrollaron importantes plantaciones de caña de azúcar, equipadas con inmensos sistemas de canales de riego, así como grandes centros de producción de azúcar en los que se inauguraron técnicas de cristalización que aún sobreviven. Los azúcares de Málaga, Valencia, Granada y el Algarve suministraron al mercado europeo de esta preciada sustancia durante siglos.
Los europeos, que ya conocían el azúcar a través de las rutas comerciales iniciadas por Marco Polo, se hicieron de las primeras industrias de producción azucarera mediante sus conquistas en el Levante durante las Cruzadas (después de su conquista de Jerusalem, 1099, hasta su reconquista por Saladino, 1187). Algunas órdenes caballerescas que incursionaron en la Palestina y en Siria se apoderaron de plantaciones azucareras establecidas en Acre por los árabes, dándole mayor impulso a su comercio en Europa. Al regresar de las Cruzadas, los guerreros de la nobleza europea trajeron con ellos un apetito pronunciado por la novedosa especie, de aplicaciones medicinales, considerada ya como un endulzante más fino que la miel de abejas.
Durante esta época, Venecia se convirtió en el centro europeo de distribución comercial del azúcar, cuya producción principal se desplazó del Levante oriental y de Egipto a las plantaciones de los reinos árabes, primeramente con sembrados en Sicilia, Chipre, Malta y otras islas del Mediterráneo y eventualmente a la Península Ibérica, cuyas plantaciones se convertieron en las principales productoras de azúcar para el mercado europeo.
Este tema prosigue en De los árabes al mundo.
3. Arabes Mundo
Después de expulsar los califatos de la Península en 1492, los españoles y portugueses se apropiaron de las plantaciones de caña y los trapiches (una palabra derivada del árabe) de estos reinos, pero ya para esta fecha el centro de la producción se había desplazado hacia las islas atlánticas de España y Portugal (Las Canarias, Madeira y São Tomé). Tanto los españoles como los portugueses se habían ido apropiando de las técnicas desarrolladas por los árabes y lograron transplantarlas exitosamente a sus islas cercanas a las costas de África, las cuales se abastecían de esclavos africanos con relativa facilidad. Aquí se inicia la esclavitud africana —uno de los más horrendos crímenes que se haya cometido en contra de la humanidad a través de toda su historia.
Al desplazarse la producción principal hacia las islas del Atlántico, el centro de distribución se desplazó también de las ciudades italianas de Venecia y Génova a los Países Bajos, especialmente a la ciudad de Amberes, donde se establecieron grandes industrias de refinamiento. A partir de esta época, la producción del azúcar de caña se dividió en dos procesos que se separaron geográficamente. Las islas tropicales del Atlántico africano se dedicaron a la cosecha de la caña, a la extracción del guarapo y a los pasos básicos de solidificación que permitían su transportación a los centros industriales del norte. Las cañas comienzan a perder su azúcar al momento de ser cortadas y los guarapos se fermentan rápidamente, inutilizándolos para los pasos posteriores de producción de azúcar, lo que hacía obligatorio que se efectuaran los primeros pasos de elaboración lo más rápidamente posible después de cortar la caña, y lo más próximamente posible de los cañaverales. En estas zonas portuarias del norte, comenzando con los Países Bajos, se establecieron los centros industriales de refinación final y la producción de los azúcares blancos para el creciente mercado europeo.
Narran los cronistas que Cristóbal Colón se detuvo en Gomera, en Islas Canarias, para abastecer sus naves para su segundo viaje a las Indias, quedando cautivo románticamente de la gobernadora de la Isla, doña Beatriz de Bobadilla. La parada, originalmente planeada para unos cuatro días, se extendió a un mes y, al continuar su viaje, recibió Colón de doña Beatriz como regalo de despedida algunos tallos de caña de azúcar, que fueron los primeros en cruzar el Atlántico. Con estos tallos, Colón inició la primera plantación azucarera en La Española.
Al pasar de los años, la producción principal del azúcar se desplazaría una vez más hacia el oeste, y se concentraría esta vez en las islas del Mar Caribe, así como en las tierras tropicales de la masa continental de América.
De todas maneras ya para 1506 se cultivaba en las Antillas y para 1532 Portugal inauguró su cultivo en Brasil, hoy por hoy el país donde, por mucho, se crece la mayor cantidad de caña de azúcar en el mundo.
Este tema prosigue en El azúcar promueve la esclavitud y el capital.
--4. Azúcar Esclavitud Capital
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5. Azúcar Impulso Imperialista
El fenómeno del imperialismo se registró al cerrar el siglo xix y comenzar el siglo xx. El economista inglés John Atkinson Hobson, contratado por el Manchester Guardian como su corresponsal a las colonias británicas de África del Sur durante la Segunda Guerra contra los Boers, desarrolló la tesis que el imperialismo británico era una consecuencia directa del desarrollo del capitalismo. Las enormes concentraciones del capital industrial en las potencias de Europa desembocaban en las formaciones de monopolios, carteles, trusts y otros tipos de asociaciones entre capitalistas.
Estos monopolios podían integrarse horizontalmente (cuando una empresa fuerte se va tragando a otras débiles dentro de su propia rama industrial, hasta dominar la producción en esa rama) o verticalmente (cuando una empresa va acaparando la cadena completa de su actividad económica, como las materias primas, los medios de transporte y los medios de distribución del producto). Estas concentraciones adquirían una escala tan descomunal que requerían fuentes extraordinarias de financiación, dándole paso al dominio de los bancos y del capital financiero sobre la economía capitalista.
Hobson entiendía que esta concentración de por sí era nociva para la sociedad, ya que eliminaba los efectos saludables de la competencia para el consumidor y los mercados. Pero anticipaba un peligro mayor aún para la humanidad. La feroz competencia del capital financiero por conseguir materias primas y mercados fuera de su ámbito nacional para los productos que financiaba, desataba en su época una voraz competencia por colonias. Además, la propia lógica de acumulación del capital financiero la impulsaba a buscar en el exterior espacios de reinversión con mejores tasas de ganancia de las que podía generar en sus propios países de origen. La competencia entre estos capitales por los pocos mercados y los limitados espacios de inversión disponibles provocaba choques peligrosos, que aumentaban las tensiones internacionales y promovían la inestabilidad y la guerra. (El libro de Hobson sobre este tema, Imperialism, escrito en 1902, ha ejercido una gran influencia sobre los trabajos de otros críticos del capitalismo como Bukarin y Lenin, cuyos análisis de este fenómeno son lectura obligada para los interesados en la historia de esta época.)
Esta transmutación del capital industrial en capital financiero, y las tensiones internacionales que Hobson pudo observar (y que desembocaron, inevitablemente, en la Gran Guerra Imperialista de 1914, conocida también como la Primera Guerra Mundial), generaron su propia vorágine. Las carreras armamentistas que iniciaron las diferentes potencias capitalistas, además de consumir enormes recursos sociales que se hubieran podido emplear en el desarrollo social y cultural de las naciones, crearon una rama poderosísima de la propia economía capitalista: la industria de la guerra.
Referente a la época y los eventos que estamos estudiando, dice Hobson: “It was the sudden demand for foreign markets for manufactures and for investments which was avowedly responsible for the adoption of Imperialism as a political policy and practice by the Republican party to which the great industrial and financial chiefs belonged, and which belonged to them. The adventurous enthusiasm of President Theodore Roosevelt and his ‘manifest destiny’ and ‘mission of civilization’ party must not deceive us. It was Messr. Rockefeller, Pierpoint Morgan, and their associates who needed Imperialism and who fastened it upon the shoulders of the great Republic of the West. They needed Imperialism because they desired to use the public resources of their country to find profitable employment for their capital which otherwise would be superfluous.” [J. A. Hobson, Imperialism, The University of Michigan, 1965, pp. 77-78]
“American Imperialism was the natural product of the economic pressure of a sudden advance of capitalism which could not find occupation at home and needed foreign markets for goods and for investments.” [Ibid., p. 79]
Más ominosamente, Hobson añade, al describir la industria de la guerra: “…the public expenditure in pursuit of an imperial career would be a separate immense source of profit to these men, as financiers negotiating loans, shipbuilders and owners handling subsidies, contractors and manufacturers of armaments and other imperialist appliances.” [Ibid., p. 78]
El economista austriaco, Rudolf Hilferding, en su influyente trabajo Das Finanzkapital (El capital financiero, publicado originalmente en 1910), explica la relación íntima entre los monopolios y el capital financiero. Los monopolios requieren vastas sumas de capital que pueden conseguir solamente recurriendo a la banca y las finanzas externas. Por otro lado, al eliminar la competencia los monopolios eliminan las tendencias a la reducción de los precios y crean las condiciones para un alza inmediata en las tasas de ganancia, la cual disfruta principalmente el capital financiero.
Nos ofrece un ejemplo: “The American Sugar Trust was formed in 1887 by Havemeyer through the amalgamation of fifteen small companies which reported their total capital as being 6.5 million dollars. The share capital of the Trust was fixed at 50 million dollars. The Trust immediately raised the price of refined sugar and reduced the price of unrefined sugar. An investigation conducted in 1888 revealed the Trust earned about $14 on a ton of refined sugar, which allowed it to pay a dividend of 10 per cent on the share capital, equivalent to approximately 70 per cent of the actual capital paid when the company was formed. In addition, the Trust was able to pay extra dividends from time to time, and to accumulate enormous reserves. Today the Trust has 90 million dollars of share capital, of which one half comprises preference shares entitled to a 7 per cent cumulative dividend, the other half being ordinary shares which at present also bring in 7 per cent (Berliner Tageblatt, 1 July 1909).” [Rudolf Hilferding, Finance Capital, Routledge, 1981, p. 418n1]
El trust del azúcar confeccionado por Henry Osborne Havemeyer en 1891 es uno de los más elocuentes ejemplos del funcionamiento de los monopolios en la economía capitalista, de su relación con el estado burgués, y de su impulso desenfrenado hacia políticas imperialistas. A través de las políticas imperialistas del estado, el American Sugar Trust y sus descendientes corporativos se apoderarían de las historias de las Antillas caribeñas y de Las Filipinas, y al absorber a la Spreckels Sugar Company, se apoderarían también del archipiélago hawaiano.
Este tema prosigue en Claus Spreckels y el azúcar hawaiano.
6. Spreckels Hawai
En la época del capitalismo ascendente en Estados Unidos, Claus Speckels se destacó como uno de los empresarios más astutos y audaces. Su trayectoria marca el paso del capitalismo individualista, con ejemplos múltiples de fortunas acumuladas mediante el genio creativo de personas de extracción popular, y el capitalismo corporativo, en el umbral de su transformación a capitalismo monopolista y el consecuente desarrollo del Imperialismo.
Nació en 1828, en Lamstedt, Hanover, que pasó a ser parte de Alemania tras su unificación en 1871, hijo de una familia de agricultores pobres. Con una educación muy rudimentaria, emigró hacia Estados Unidos y se estableció en Carolina del Sur, donde al cabo de unos años había comprado el colmado en el que inicialmente se había empleado como jornalero. En 1856, después de un breve paso por la ciudad de Nueva York, se trasladó a San Francisco donde hizo una fortuna considerable como empresario cervecero.
Olfateó que podía expandir sus fortunas en el negocio del azúcar y en muy poco tiempo fundó junto a algunos socios el Bay Sugar Refining Company. La experiencia de compartir la propiedad y dirección de una empresa lo convenció de su necesidad de mantener control personal de sus negocios. Pronto vendió su participación y se embarcó para Alemania para conocer las técnicas industriales más avanzadas de refinamiento, que se estaban implantando en ese país.
A pesar de ser un hombre rico, se empleó como trabajador asalariado en la planta más moderna de refinar azúcar en el mundo, establecida en Magdeburgo. En dos años de trabajo duro, Spreckels adquirió toda la información que necesitaba y regresó a San Francisco, acompañado de la maquinaria industrial más moderna del momento. Fundó la California Sugar Refinery y en poco tiempo había arrinconado a sus competidores. Al cerrar el 1866, Spreckels ya era el principal productor de azúcar de la región del Pacífico de Estados Unidos.
Spreckels alimentaba su refinería con materia prima del Reino de Hawái. Las plantaciones de caña de azúcar de ese reino eran en su gran mayoría propiedades de ciudadanos de Estados Unidos, que se ufanaban de ser los verdaderos dueños de las Islas, y donde blandían su poder político sin consideraciones hacia los habitantes nativos del Archipiélago, ni de su gobierno legítimo. Ostentaban también alguna influencia en Washington, DC, y cultivaban cada vez mejores relaciones con sus crecientes sectores expansionistas. Como grupo, le vendían el azúcar sin refinar a las refinerías establecidas en la región del Pacífico, entre las que se encontraba la California Sugar Refinery. En poco tiempo aprendieron la ruda lección de que, al dominar la producción de azúcar refinado en los mercados al Oeste de las Rocosas, Spreckels también había tomado el control de los precios de los azúcares no refinados de sus plantaciones, los cuales comenzó a imponer de acuerdo a sus cálculos. Los hacendados intentaron toda clase de artimañas para zafarse del férreo control comercial al que Spreckels los había sometido, pero sólo conseguían reforzar su agarre. La posición de Spreckels se fortaleció aún más con la generalización de las embarcaciones de carga impulsadas por vapor. Con este adelanto, disponible para la transportación de sus materias primas, Spreckels podía sustituir los azúcares sin refinar de Hawái por materias primas provenientes de lugares más remotos como Australia, Indonesia y Las Filipinas, en caso de que los hacendados hawaianos se mostraran recalcitrantes.
El asunto crítico en toda esta contienda lo constituía el arancel impuesto sobre el azúcar importado a Estados Unidos. El asunto de las tarifas, en general, estaba sobrecargado de factores políticos, muchos de ellos exacerbados por las luchas de clases dentro de esa sociedad. En el caso de los hacendados de Hawái, la mayoría de ellos ciudadanos de Estados Unidos, el arancel sobre el azúcar significaba una tara inaceptable a su mayor enriquecimiento, la cual insistían en erradicar de una manera o la otra. Una era la negociación de algún tratado comercial entre Honolulú y Washington, DC, que eximiera a Hawái de las tarifas azucareras. La otra era la anexión del archipiélago hawaiano a Estados Unidos.
Las gestiones de los hacendados hawaianos por conseguir un acuerdo de reciprocidad comercial con Estados Unidos facasaron en 1867. Retomaron su causa en 1875 en lo que consideraron condiciones mucho más favorables. Esta vez aprovecharon ciertas gestiones injerencistas de Inglaterra para penetrar las Islas y establecer una relación “especial” con el Reino, lo que creó gran consternación entre los influyentes círculos expansionistas en Washington, DC, especialmente dentro de la Marina de Guerra. Los hacendados insistían que el tratado de reciprocidad mantendría las manos de Inglaterra fuera de Hawái.
Claus Spreckels favorecía la reciprocidad con Hawái, pero se oponía al proyecto de ley de 1875, debido a que éste no distinguía entre los diferentes grados de refinación del azúcar hawaiano. El proyecto de 1875, en efecto, eliminaba la tarifa diferencial sobre el azúcar refinado, impuesta por ley desde antes de la Guerra Civil. Se abrían las puertas a la importación de azúcares refinados de Hawái, en competencia directa con las refinerías establecidas en Estados Unidos.
Era cierto que en ese momento no existían refinerías en Hawái con capacidad de producir azúcar blanco, que se había convertido en el preferido del consumidor. No obstante, Spreckels no albergaba la más mínima duda que los hacendados hawaianos, tan pronto se ratificara el tratado, se apresurarían a construir una o más plantas con capapacidad de refinar azúcar blanco, con tal de zafarse del control al que Spreckels los tenía sometidos.
La delegación senatorial de California, muy allegada a los intereses de Spreckels, logró detener la aprobación del proyecto durante el resto de 1875. Cuando se iniciaron las labores congresionales en 1876, los hacendados hawaianos tuvieron que confrontar la amarga opción de aceptar un proyecto que restituyera la tarifa diferencial, o arriesgarse a que pasara otro año más sin la aprobación del tratado. Optaron por rendirse a Spreckels, y en esa sesión se aprobó el tratado de reciprocidad.
Informado de la inminente aprobación del proyecto, Spreckels partió a toda velocidad hacia Hawái y compró por anticipado la mayor parte de la cosecha azucarera de ese año. Además se hizo de plantaciones que estaban ya operando y aprovechó su recién comprada amistad con el Rey Kalakaua para adquirir, a precios simbólicos, vastas extensiones de tierras de la Casa Real de Hawái, en las cuales desarrolló las plantaciones de caña de azúcar más modernas y productivas del mundo.
Al terminar el episodio, Spreckels podía repasar las muchas ventajas que había logrado negociar para su imperio azucarero. En pocas semanas se había establecido como una figura económica principal en el reino de Hawái. Había protegido su dominio sobre el refinamiento del azúcar al Oeste de las Rocosas al lograr que se retuviera la tarifa diferencial sobre los grados más refinados de los azúcares importados. Pero, sobre todo, había logrado una importante ventaja competitiva sobre sus rivales del Este, al conseguir una rebaja significativa en el costo de las materias primas para su refinería.
La ratificación del tratado de reciprocidad tuvo otros efectos de largo alcance. Impulsó a Hawái en dirección al monocultivo cañero, aumentó el poder de los hacendados norteamericanos a expensas de la población nativa y encaminó inexorablemente al Archipiélago a su anexión a Estados Unidos.
Anterior a 1876, solamente las plantaciones azucareras de Luisiana quedaban dentro del muro tarifario de Estados Unidos. Ahora, de un plumazo, las plantaciones de un país independiente en medio del Océano Pacífico, quedaban también dentro de esa muralla económica, otorgándole a sus hacendados una enorme ventaja sobre otros productores extranjeros. El efecto no tardó en materializarse. Dentro de una década, la producción hawaiana de azúcar no refinado se duplicó y el Archipiélago se convirtió en uno de las principales regiones azucareras del mundo.
Tal vez el principal beneficiado, no obstante, fue Claus Spreckels. Su control sobre la economía de las Islas creció considerablemente, a expensas de los otros hacendados azucareros, a quienes les tomaría varios años poder recuperar el terreno perdido y volver a tomar el control de los eventos.
En los años subsiguientes, Spreckels compró la firma de acaparadores de W.G. Irwin & Co., y con esa compra adquirió el control directo de más de la mitad de la cosecha azucarera de Hawái y el control indirecto del balance.
En 1881, organizó la Oceanic Steamship Company, para consolidar bajo su propiedad el transporte de sus materias primas desde Hawái hasta San Francisco. Ese mismo año había consolidado incursiones en la banca y las finanzas.
En poco tiempo organizó las operaciones de distribución al por mayor a los detallistas, envasando su producto bajo su propia marca comercial y distribuyéndolo en su propia flota de vehículos y eventualmente en sus propios ferrocarriles.
Spreckels había consolidado el proceso hacia la concentración horizontal de la industria cuando comenzó su ofensiva de consolidación vertical. Ese camino hacia el monopolio desataría, primeramente, las guerras azucareras dentro de Estados Unidos. De esas guerras surgirían los resortes económicos que motorizarían las políticas imperialistas de la República.
7. Tarifa
La tarifa sobre el azúcar importado a Estados Unidos fue impuesta por el Congreso por primera vez en 1789. Con el tiempo, se estableció como la principal generadora de ingresos para el Tesoro Federal. Otros factores convirtieron esta tarifa en un componente muy perdurable de la política del estado. Según las importaciones pasaron de constituir, principalmente, mieles para la manufactura de rones y espíritus destilados, y el azúcar pasó a ser de un lujo a un componente calórico importante en la dieta de la clase trabajadora de Estados Unidos, esta tarifa adquirió la ventaja para la clase capitalista de convertirse en un tributo altamente regresivo sobre la población general. La burocracia gubernamental, además, encontró en esta tarifa unas grandes comodidades en su proceso de recaudo, ya que el azúcar se importaba a granel, a través de facilidades portuarias de gran escala, muy espacializadas y de número muy reducido (Boston, Nueva York, Filadelfia, Baltimore, y más tarde, San Francisco). De paso, se protegía a los hacendados cañeros de Luisiana, elevando el precio del producto importado.
El asunto de la tarifa azucarera arrastraba factores políticos conflictivos especiales, más allá del amplio debate que suscitaban las tarifas en general. La primera contradicción era de carácter regional. En los 1850s y 60s, las Montañas Rocosas dividían el mercado doméstico del azúcar blanco en dos grandes regiones, al Este y al Oeste de la cadena. La industria del Este, la más antigua y la que suplía el mercado más extenso, se concentraba en esta época en los grandes puertos del Norte del Atlántico, y se alimentaba de materias primas provenientes del Caribe, inicialmente de Saint Domingue, con la que estableció un tráfico de contrabando en gran escala, y eventualmente de Cuba. Las del Oeste, asentadas principalmente en el puerto de San Francisco, consumía sus materias primas importadas principalmente de las plantaciones hawaianas.
Por mucho tiempo, las distancias mantenían a cada mercado impenetrable por las industrias del lado opuesto de la cadena montañosa. Según se aproximaba la fecha en que el ferrocarril intercontinental terminaría de construirse, sin embargo, las ansiedades empresariales iban en aumento nervioso. Era cuestión de tiempo para que una de las dos secciones industriales penetrara el mercado opuesto hasta tragarse a su rival. Las luchas políticas por la reducción de tarifas, ya fuera a las materias primas cubanas o hawaianas, venían revestidas de un conflicto serio entre de dos sectores regionales de la clase capitalista de Estados Unidos.
Para ver un ejemplo, el presidente Andrew Johnson le sometió al Congreso en 1867 un proyecto de reciprocidad comercial con el Reino de Hawái. La oposición al proyecto logró embotellarlo “en conferencia” hasta 1870, cuando fue sometido al pleno del Senado, donde fue derrotado. Los arquitectos de la derrota fueron los senadores Justin S. Morrill, de Vermont, y John Sherman, de Ohio, ambos republicanos y miembros claves del Comité de Finanzas del Senado. Morrill era conocido como el senador de los intereses azucareros de la costa Este, y su misión era privar a Claus Spreckels de cualquier ventaja competitiva que pudiera abaratar su producto en los mercados al Este de las Rocosas.
La tarifa sobre el azúcar se convirtió en un asunto controversial en extremo, según la industria del refinado iba consolidándose en un monopolio. Pasadas las batallas azucareras entre el Este y el Oeste, eventualmente las tarifas adquirieron un carácter clasista más pronunciado al ser éstas manipuladas en contra del desarrollo de una industria de azúcar de remolacha, independiente del monopolio azucarero, de los especuladores de Wall Street y de los bancos del Este. La industria remolachera favorecía a los pequeños y medianos agricultores de los estados del Centro, mientras que el monopolio del azúcar de caña estaba firmemente incrustado en las altas esferas del capital financiero.
8. Tarifa Diferencial
La tarifa diferencial fue establecida en 1842 para proteger la entonces frágil, incipiente industria de la refinación del azúcar de Estados Unidos. Para abastecer los mercados domésticos de azúcar blanco, estas industrias tenían que importar grandes cantidades de materias primas en la forma de azúcar crudo. Tradicionalmente estos azúcares estaban sometidos a una tarifa general sobre el azúcar importado, que constituía una fuente vital de recaudos para el Tesoro Federal. Esta tarifa general sobre los azúcares importados, altamente regresiva, gravaba particularmente los bolsillos de la clase trabajadora de Estados Unidos, para la cual el azúcar ya se había convertido en un componente principal del consumo calórico, ya que los refinadores la pasaban directamente al precio del azúcar blanco.
Además de ese gravamen sobre el limitado ingreso de los trabajadores, los refinadores consiguieron que se aprobara una tarifa adicional sobre la importación de azúcar refinado. De esa manera, elevaban su costo, e impedían la penetración del azúcar refinado extranjero en el mercado doméstico de Estados Unidos, protegiendo sus tasas de ganancias.
El sueño de todo refinador en Estados Unidos era la reducción de las tarifas sobre el azúcar crudo, para bajar el costo de sus materias primas, y la elevación de la tarifa diferencial de modo que pudieran elevar el precio de su mercancía y se ampliaran aún más los márgenes y las tasas de ganancias.
9. Havemeyer Historia
Cuando se estudia el fenómeno del monopolio azucarero en Estados Unidos, hay un nombre que sobresale por encima de todos los demás. El nombre de Havemeyer, más allá de identificar una dinastía azucarera, representa en forma humana las leyes inmanentes del sistema capitalista que impulsan a los burgueses a comportarse —en tanto pretendan prevalecer como capitalistas— de ciertas maneras y no de otras.
Los Havemeyer, desde cierto punto de vista, formaron parte de un conjunto de cientos de empresarios azucareros que coexistieron en cualquier momento dado en Estados Unidos. (La primera refinería Havemeyer se fundó en Nueva York, en 1805.) Mientras las condiciones económicas en ese país marcharan a un ritmo lento y ordenado, el mercado del azúcar era una ocupación comercial gentil, a la que se dedicaba cierta extirpe de caballeros burgueses del comercio.
Según el siglo xviii le dio paso al siglo xix, y éste avanzó en años, la economía atravezó etapas que causaron innumerables convulsiones —la Guerra Civil, por ejemplo— tras las cuales se desataban con mayor ímpetu nuevas formas de energía económica.
En el último plazo de 25 años del siglo xix, las fuerzas que habían estado transformando a Estados Unidos de una república de pequeños y medianos granjeros a una potencia industrial de primer orden, tomaron una velocidad inusitada. En el proceso, todo se revolucionaba, y el país entero parecía estar preso de nuevas luchas titánicas, esta vez no entre las regiones del Norte y el Sur, sino entre las fuerzas económicas del capital y el trabajo.
Al igual que en Europa, el azúcar pasaba a ser de una mercancía privilegiada para el consumo de las clases pudientes, a un mercado masivo de un principal ingrediente en la dieta de la clase trabajadora. De unos negocios de modestas fortunas familiares, las inversiones azucareras se convertían en una de las fuentes de riquezas más colosales del sistema. Con cada niño que nacía, en una población que se expandía explosivamente, se integraba otro consumidor más de azúcar al mercado.
El potencial de mayores tasas de ganancias genera algo parecido a un frenesí entre los que tienen capital que invertir. Cuando el altísimo rendimiento de las inversiones azucareras dejó de ser un secreto, la industria se ahogó en la masa de inversiones y en el exceso de capacidad productiva. Del “boom”, la industria azucarera pasó rápidamente al “bust”. Los precios se desplomaron y cientos de empresarios azucareros fueron a la ruina.
La escritura estaba en la pared. Si era cierto que no había espacio para todos, era mucho más cierto que para quien lograra tragarse, desplazar o eliminar a los demás del mercado le aguardarían fortunas tan fabulosas que deslumbrarían a los más sobrios capitalistas.
Los Havemeyer entendieron esto claramente. Es evidente que tomaron la decisión de no inhibirse de ninguna acción necesaria para que sus intereses llegaran a la cima —sin competidores que pudieran retar su predominio. En el proceso, nos escenificaron el drama de cómo los capitalistas de carne y hueso son actores que cumplen con un libreto escrito, no por otros seres humanos, sino por un sistema sin alma que sólo funciona reproduciéndose sin fin aparente y sin pausa, subsumiendo la humanidad a un factor más de los circuitos de su acumulación.
Si eso no fuera suficiente, los Havemeyer nos ilustran cómo, en su existencia económica y política, esas personas le imprimen forma humana a la historia, y a las fuerzas impersonales que motorizan la agresividad y la rapacidad imperialistas en Estados Unidos, que erupcionaron como un volcán a partir de 1898.
10. Havemeyer Antes Trust
En 1857, Frederick C. Havemeyer, propietario de una refinería en Nueva York, se embarcó hacia Inglaterra y el continente europeo en una gira de visitas a plantas refinadoras de Europa. Cuando regresó a Nueva York, estableció una nueva planta refinadora en Brooklyn, inmediatamente conectada a facilidades portuarias modernas. Construyó un almacén de trasiego aledaño, el cual donó a las oficinas de la Aduana federal en el puerto de Nueva York. Además de ahorrarse el tributo pagadero sobre el inventario de su materia prima, ya que la movía directamente de los almacenes de la Aduana a su línea de producción, se evitaba el costo de transportar los azúcares desde los muelles hasta las facilidades de la Aduana para su tasación, y de ahí a su fábrica. Además, equipó su planta con la maquinaria más moderna, empleando técnicas más avanzadas y productivas de la época.
Frederick Havemeyer no fundó su propio imperio azucarero. Su familia había estado por varias generaciones en ese negocio. William C. Havemeyer había inmigrado en 1799 a Nueva York desde Londres, donde había experimentado una larga carrera en el colosal comercio de azúcar de Inglaterra. Cuando llegó a Nueva York, se encontró con que el negocio azucarero estaba dominado por antiguas familias de origen holandés con nombres como los Rheinlander, los Cuyler, los Roosevelt y los Van Cortland. El primer Havemeyer no tardó en fundar su propio negocio de refinación, en 1805, que en 1828 pasó a manos de su hijo, William F. Havemeyer. Este Havemeyer se retiró del negocio en 1842 para dedicarse a la política (y de paso convertirse, a los 42 años, en el alcalde más joven de la Ciudad). Un primo suyo, Frederick C. Havemeyer, tomó el control activo del negocio de la familia, a la cual se unió, en 1851, un inversionista llamado William Moller, pasando a llamarse la firma Havemeyer & Moller. Bajo su dirección, a partir de 1857, la planta se modernizó y se mudó a sus nuevas facilidades portuarias.
Al final de la década, Frederick C. Havemeyer pasó a su hijo, Theodore Havemeyer, el control ejecutivo de la empresa. En ese momento, Henry Osborne Havemeyer, el menor de los hijos de Frederick, era apenas un adolescente.
Antes de la Guerra Civil, las grandes plantaciones esclavistas azucareras de Luisiana suplían casi el 40% de las necesidades de azúcar del mercado doméstico, pero los campos cañeros y las fábricas fueron arrasados por los ejércitos de la Unión. La subsiguiente emancipación de los esclavos vació los campos de la mano de obra a la que estaban acostumbrados los aristócratas del azúcar de Luisiana. Su dominio azucarero, al sellarse la derrota de la Confederación, quedó destruido para siempre, y lo mejor que pudo alcanzar posteriormente fue un rol subalterno de producción de materias primas para las refinerías del Norte.
La destrucción del mundo azucarero de Luisiana le brindó un impulso considerable a los refinadores del Norte. La extensión de las vías ferroviarias hacia el Oeste aceleró aún más, inicialmente, su dominio sobre el mercado doméstico al Este de las Rocosas.
La dramática expansión del mercado en la post guerra, y de la consecuente inversión en aumentar a capacidad refinadora de las empresas, sobrepasó la capacidad de los hacendados cubanos de suministrar los volúmenes requeridos de materia prima. Al excederse la demanda sobre la oferta disponible, se dispararon los precios, y las ganancias, en todos las etapas de la producción del azúcar.
En la turbulencia de esos días se disolvió la sociedad con William Moller, quien decidió montar su propia fábrica, siendo sustituida su inversión por la del cuñado de Havemeyer, James L. Elder, y la de un primo, Charles Senff. La firma cambió de nombre a Havemeyer & Elder.
La fiesta de los millones azucareros pudiera haber parecido eterna en aquellos años, pero la propia lógica del sistema impulsa a los capitalistas a mover sus inversiones allí donde el rendimiento es mayor. Muy pronto surgieron cientos de negocios, de todos los tamaños, dedicados a la refinación de azúcar. Con tan buenos márgenes, aún las plantas más pequeñas e ineficientes podían generar ganancias.
Pero el propio sistema contiene los mecanismos para convertir las borracheras de riquezas en las terribles convulciones de la turca del día siguiente. El mercado se inunda de mercancías superfluas, que no se venden y que ataponan las arterias del comercio. Los precios se desploman, las tasas de ganancias desaparecen. Se extinguen los menos aptos. Ha llegado la crisis de sobreproducción.
Este tema prosigue en Los Havemeyer ante la crisis de sobreproducción.
11. Havemeyer Sobreproducción
La época de rápida expansión de la post guerra concluyó rápidamente. Para fines de la década de 1860 sobrevino una gran crisis de sobreproducción. Según se contrajeron los márgenes, las empresas más pequeñas y menos eficiente comenzaron a desaparecer. Las plantaciones en Cuba perdieron enormes fortunas.
Cuando estalló el pánico de 1873, la mayoría de los refinadores sucumbieron en bancarrota. Los que sobrevivieron, entre ellos Havemeyer & Elder, se movieron rápidamente para acaparar al máximo el mercado doméstico. En palabras de un allegado de Havemeyer: “Ahora sería un asunto de la supervivencia del más apto”.
Las consecuencias de la lucha por la supervivencia se manifestaron en toda clase de prácticas inescrupulosas. Se adulteró el azúcar; se alteraron los pesos y medidas; se cometió fraude aduanero; se sobornaron funcionarios públicos; se chantajeó; se amenazó; y cuando fue necesario, se cumplieron las amenazas; proliferó el sabotaje industrial; en fin, se intensificaron todas las usuales tácticas de competencia entre los capitalistas de la época.
Pero estas tácticas ordinarias nunca han sido suficientes para prevalecer cuando están en juego fortunas de escalas descomunales. Al final del camino, cuando queda de pie un solo capitalista como el vencedor de la lucha por la supervivencia, la astucia, la audacia y la claridad de la visión estratégica tuvieron que emparejarse con la inescrupulosidad, la corrupción y el fraude.
El acceso a las líneas ferroviarias y otros sistemas de transporte, por ejemplo, era fundamental para el rápido y económico acceso al mercado. Havemeyer fomentó la construcción de ferrocarriles de la New York Central Rail que conectaran su planta en Brooklyn al Canal Eirie al norte de la Ciudad. Cuando otras empresas lo imitaron, Havemeyer inició el sistema de “rebates” que redundaba en el abaratamiento de sus costos de transporte.
No obstante, ya la suerte estaba echada. A pesar del aumento continuo en el consumo del azúcar, tanto per cápita como en términos absolutos, la capacidad de producción seguía excediendo la demanda. Consecuentemente, los precios permanecían deprimidos y las tasas de ganancia estancadas o en franco deterioro. Por lo tanto, los propietarios de las fábricas se vieron obligados a propinarse puñaladas traperas con la siniestra, mientras se estrechaban la diestra para confirmar, como caballeros, los acuerdos para reducir la producción o fijar los precios.
En medio de la crisis, las refinerías con mayor potencial de supervivencia, aguardaban la respuesta congresional a una propuesta de reducir los arbitrios sobre los grados menos refinados de los azúcares importados. Sus plantas más modernas estaban mejor equipadas para refinar productivamente los grados inferiores de materia prima, promoviendo condiciones aún más estrictas de supervivencia, y depurando la industria de los últimos residuos de empresas menos eficientes, pero que contribuían a la sobreproducción.
Al no recibir atención del Congreso a su pedido, los principales refinadores accedieron a concertar un acuerdo integrador de sus negocios (conocido como el “Pooling Agreement” de 1880). Los negocios medianos y pequeños tuvieron que aceptar perder el control de sus empresas, otorgándole a los Havemeyer la potestad de ordenar el cierre de ciertas refinerías cuando el precio del azúcar refinado descendiera del nivel establecido.
Este tema prosigue en Los Havemeyer y los primeros intentos de organizar a los refinadores.
12. Havemeyer Primeros Intentos
Al no encontrar remedio legislativo, los refinadores intentaron coordinar su producción para evitar que la oferta sobrepasara la demanda. El “Pooling Agreement” de 1880 fue el primer paso en esa dirección.
El acuerdo fracasó por dos razones. Primero, algunos refinadores principales, en Boston y en Baltimore, no se unieron al consorcio. Cuando Havemeyer ordenaba el cierre de ciertas plantas, estos refinadores se aprovechaban de la merma y expandían su producción. La segunda razón era más problemática: los propios integrantes del consorcio violaban los acuerdos y secretamente expandían su producción cuando lo consideraban oportuno.
Antes de cerrar el año, el acuerdo había probado ser inservible, pero las causas que lo promovieron seguían operando, si acaso con mayor intensidad. El ejercicio le había servido a Havemeyer de una valiosa lección, al efecto de que, en la creación de un consorcio, la razón no es suficientemente fuerte para vencer los instintos de aventajamiento que energizan a todos los capitalistas. Sólo la aplicación del mollero y la coerción, lograrían mantener un consorcio operando de acuerdo a sus propios preceptos. En la próxima ocasión, Havemeyer estaría preparado para ejercer esa fuerza.
13. Elecciones 1880
El enconado debate sobre las tarifas era una manifestación del creciente antagonismo entre los intereses dominantes de la clase capitalista, su sector industrial del Norte, que requería tarifas elevadas sobre las manufacturas importadas, y los intereses regionales de la clase capitalista del Sur y del Oeste, que resentían el encarecimiento general que éstas causaban y las veían como un tributo impuesto por los intereses industriales del Norte.
En términos generales, el Partido Republicano representaba los intereses industriales del Norte y el Partido Demócrata a los intereses regionales del Sur y del Oeste. Los Republicanos estaban unidos en su defensa de las tarifas. Los Demócratas, por el contrario, adolecían de profundas divisiones en referencia a este asunto. La élite del Partido, hombres de negocio, cuyas maquinarias residían en las grandes ciudades del Norte, no se diferenciaban gran cosa, en sus intereses económicos, de la élite Republicana. Las masas del Partido Demócrata, por el contrario, estaban nutridas de los sectores pobres de las grandes ciudades, recién inmigrados, las tropas de las maquinarias urbanas, pero además, de miles y miles de granjeros pobres del Sur y del Oeste. Entre estos últimos se estaba desarrollando cierta coherencia ideológica, de carácter populista, antibancario, antiferrocarriles, en fin, “anti” todas las fuerzas del nuevo capitalismo que había tomado la ofensiva para transformar el País de una democracia agrícola de pequeñas fincas a una república industrial. Los grandes terratenientes, rancheros y hacendados, de estas regiones, habían ejercido anteriormente gran influencia partidaria. Ahora, sin embargo, en tanto el Partido pudiera representar, aunque residualmente, los intereses económicos y políticos de la gran propiedad agrícola, éstos estaban dispuestos a jugar un papel subalterno en la dirección del Partido. Su ideología era reaccionaria y racista, pero aunque coincidiera con el populismo en muchos de sus postulados anti industriales, sus prejuicios de clase les impedían dirigir a estas masas empobrecidas a un reto político de las élites del Norte. Era inevitable, que ante tal diversidad de intereses y de ideologías, el conflicto de los aranceles abriera profundas grietas políticas dentro de las filas Demócratas.
En las elecciones de 1880, sin embargo, el Partido Demócrata logró negociar sus contradicciones internas acordando una plataforma que ofrecía la reducción de tarifas a niveles concurrentes con los gastos del gobierno federal. En esta época las tarifas constituían la principal fuente de recaudos del Tesoro Federal ya que no existía la contribución sobre los ingresos. En esos años, también, las tarifas generaban un superávit considerable (el monto era de $100 millones, una suma descomunal para aquella época, a los cuales las tarifas azucareras aportaban de $40 a $50 millones), que se consideraba un lastre para el libre desarrollo de la economía del País, ya que inutilizaba una masa de valores en las arcas del Tesoro que no estaba disponible para alimentar la maquinaria de acumulación del capital.
La plataforma del Partido Demócrata causó terror político en el sector industrial de la clase capitalista. Ese terror motivó el histórico cambio en el método tradicional de recaudar fondos de los partidos nacionales. Hasta el comienzo de esa campaña electoral, los partidos nutrían sus arcas con el sistema de patronato que requería las aportaciones individuales de quienes aspiraban retener o ganar un puesto público. En esta ocasión, motivados por el terror, los industriales llenaron hasta desbordarse los cofres de campaña del Partido Republicano. De esa manera, el partido que había nacido hacía poco más de veinte años como un movimiento emancipador, el partido de la abolición de la esclavitud, de la Reconstrucción y de los derechos civiles de los ex esclavos, se convirtió, a partir de 1880, en el Partido de las corporaciones.
Los Republicanos derrotaron a los Demócratas, aunque por el escaso margen de 9,464 votos populares, de un total de más de 9 millones de votos emitidos. James Garfield, un general activo del Ejército de la Unión durante la Guerra Civil, derrotó a Winfield Scott Hancock, otro general que se distinguió en los ejércitos del Norte, y se convirtió en el vigésimo presidente de Estados Unidos. Los Republicanos ganaron control de la Cámara de Representantes y del Senado.
Garfield fue inaugurado el 4 de marzo de 1881.
A pesar de que era inevitable que se iniciara una reforma tarifaria, ésta estaría guiada por los jerarcas del Partido Republicano.
14. Asesinato Garfield
El 2 de julio de 1881, el presidente recién inaugurado James A. Garfield recibió dos tiros por la espalda disparados por Charles Julius Guiteau, un fanático religioso, resentido por no conseguir de la nueva administración un nombramiento al que aspiraba. Realmente, las heridas recibidas no fueron mortales, pero Garfield murió tras serias complicaciones once semanas más tarde como resultado de la incompetencia de los médicos que lo atendieron.
La muerte de Garfield levantó entre sus allegados serias sospechas de una posible conspiración para asesinarlo por parte del grupo político que representaba su vicepresidente, Chester Alan Arthur. El extincto Presidente había pertenecido a una facción del Partido Republicano conocida como los “Half-breeds”, un sector más moderado del Partido que favorecía las reformas políticas que terminaran con el patronato y el consecuente uso de los nombramientos a empleos federales como recompensas al partidismo. Estas reformas favorecerían la creación de una burocracia gubernamental estable e independiente de las luchas políticas.
El Vicepresidente, ahora Presidente de Estados Unidos, pertenecía a la facción conocida como los “Stalwarts”, que defendía ferozmente el sistema que le otorgaba a las maquinarias políticas todas las prerrogativas para sustituir empleados públicos con sus activistas políticos.
Cuando ninguna de las dos facciones pudo dominar la convención nominadora del Partido Republicano, tuvieron que llegar finalmente al acuerdo de escoger a un integrante de la facción moderada (“Half-breeds”), James Garfield, para candidato a presidente y a un miembro de los “Stalwarts”, Chester Arthur, como candidato a vicepresidente. Arthur había sido despedido de su puesto como Jefe de Aduanas del Puerto de Nueva York por el presidente Rutherford B. Hayes (Republicano también) como resultado de los escándalos aduaneros denunciados por la prensa de Nueva York.
Después de las elecciones, cuyos resultados fueron muy cerrados, Roscoe Concklin, uno de los principales jefes de la facción de los “Stalwarts” comenzó a imponerle serias presiones al Presidente electo para que favoreciera a su facción en los nombramientos al Gabinete. Arthur formó parte del grupo de presión, lo que le ganó el profundo rencor por parte del nuevo Presidente, quien nunca le permitió la entrada a Casa Blanca.
Después de dispararle a Garfield, Guiteau gritó “I am a Stalwart of the Stalwarts and Arthur will be President”.
Durante la larga agonía del Presidente, y aún después de su muerte, cuando Arthur fue juramentado como el nuevo Presidente, las teorías sobre la conspiración magnicida de Arthur y los “Stalwarts” se apoderaron del debate popular.
Tal vez buscando la manera de restarle credibilidad a estas teorías conspiratorias, Arthur trazó un rumbo durante su presidencia marcadamente indepentiente de sus antiguos jefes políticos y de la facción “Stalwart” del Partido Republicano. En efecto, durante su presidencia se instituyó el 16 de enero de 1883 el Pendleton Civil Service Reform Act que creó la Civil Service Commission, la cual, además de reformar el servicio público, negándole a las maquinarias políticas el control de los puestos del gobierno federal, ilegalizó también muchas prácticas comerciales inescrupulosas comunes en el mundo corporativo.
Este episodio refleja las luchas que prevalecen dentro del seno de la clase capitalista entre aquellos sectores más establecidos que impulsan el fortalecimiento del estado burgués como una estructura estable, con cierta autonomía de las pugnas que surgen dentro de la clase, y los sectores que buscan usar las palancas del estado para favorecer a su facción con mayor poder o con mayor acceso a las arcas del tesoro.
15. Luchas Tarifarias
Durante la administración de Chester Arthur, el Congreso se lanzó a las luchas por la reforma tarifaria.
Cuando Havemeyer fue a testificar a las vistas públicas de la Comisión sobre Arbitrios en agosto de 1882, tenía como sus objetivos principales, primero, evitar la reducción del diferencial, y segundo, recobrar el terreno perdido como consecuencia del tratado de reciprocidad comercial con el Reino de Hawái. En los seis años transcurridos desde su ratificación, Spreckels, poco a poco, había ido filtrándose a través de las Rocosas. Ya era una presencia competidora en los mercados de los estados centrales, los cuales hasta recientemente habían sido la provincia exclusiva de los refinadores del Este. Con su innegable astucia comercial, Spreckels se había aprovechado de cierto desbalance que se había establecido en los servicios de acarreo de carga por parte de las compañías ferroviarias.
En sus viajes del Este hacia el Oeste los vagones siempre iban repletos de manufacturas y mercancías producidas por las industrias de los estados del Atlántico Norte, lo que le permitía a las compañías ferroviarias cobrar las tarifas más elevadas posible por este servicio. En su viaje del Oeste hacia el Este, sin embargo, muchos vagones regresaban vacíos. Por lo tanto, las compañías ferroviarias se sentían muy felices en llenar algunos de esos vagones con azúcar de Spreckels y transportársela hacia el Este, hacia los estados centrales, por una fracción de la tarifa que le costaba a los refinadores del Este transportar su azúcar hasta las mismas estaciones en esos estados.
Esa fórmula ponía al alcance de Spreckels aquellos mercados al este de las Rocosas en los que la suma de su costo de refinar el azúcar, más los costos de cruzar las montañas y depositar la carga en el terminal ferroviario más accesible, y las reducidas tarifas que logró negociar para mover esa carga hacia el Este, fuera menor que el costo de refinación en el Este, más el costo de la transportación del producto desde las refinerías del Este hasta esos mismos mercados.
Los costos de materia prima de Spreckels eran inferiores a los de los refinadores del Este, gracias a la exención tarifaria de la cual gozaba el azúcar de Hawái (y todo el azúcar que Spreckels pudiera disfrazar como hawaiano).
La situación era inaceptable para Havemeyer y su gente. No tenían la más mínima duda de que Spreckels continuaría filtrándose hacia el Este, poco a poco, con un acuerdo tarifario aquí, con otro allá, con aumentos drásticos en la producción de azúcar, hasta capturar para su empresa un gran segmento de los mercados entre las Rocosas y las Apalaches.
A nombre de los refinadores del Este, Havemeyer levantó la voz de protesta sobre la “injusticia” que causaba el tratado de reciprocidad con el Reino de Hawái. Exigió la derogación del tratado, o de lo contrario, la reducción de todas las tarifas sobre los grados no refinados de azúcar al nivel correspondiente a la número trece en la Escala Holandesa, el grado más bajo en el mercado.
Spreckels y los magnates azucareros de Luisiana se opusieron tenazmente a esta última propuesta, cada uno por sus razones particulares. El primero, porque le deshacía la ventaja que había ganado con el tratado de reciprocidad, y los segundos porque perderían la protección tarifaria de sus productos.
No obstante, a fin de cuentas, la capacidad de persuación que Havemeyer pudo ejercer sobre los senadores y representantes probó ser muy poderosa. Por encima de la vehemente oposición de las delegaciones de Luisiana y California, el proyecto tarifario que la Comisión sobre Arbitrios le entregó al Comité de Finanzas del Senado favorecía en todos los puntos fundamentales a Havemeyer y los intereses que él representaba. A pesar de que el proyecto en general sufrió modificaciones importantes en ese Comité, su presidente, el senador Justin Morrill, protegió todas las cláusulas relacionadas con los intereses azucareros del Este, las cuales permanecieron inalteradas.
Cuando el proyecto llegó al pleno del Senado ocurrió algo que dejó a muchos boquiabiertos. La tradición en el Congreso solía obligar a los miembros más novatos a aceptar con deferencia los proyectos de ley sometidos por comisiones lidereadas por integrantes más antiguos del mismo Partido. No obstante, al tramitar el proyecto de reforma tarifaria aprobado y sometido por la Comisión de Finanzas del Senado, dirigida por el veterano senador Justin Morrill, Republicano por Vermont, el senador novato, Republicano por Rhode Island, Nelson Aldrich, de apenas 42 años de edad, íntimo colaborador de Havemeyer, tomó la iniciativa de proponerle enmiendas aún más favorables a los intereses azucareros del Este.
La acción de Aldrich desató una tormenta en el Senado, pero cuando las aguas finalmente llegaron a su nivel, se había aprobado el proyecto con las enmiendas favorables a los intereses de Havemeyer.
El senador Aldrich había hecho su marca temprano en su carrera política. Con el tiempo, se convertiría en una figura clave en la transformación de la República en una potencia imperialista.
Por el momento, el proyecto continuó su curso legislativo. Del Senado pasó a la Cámara de Representantes. Allí, uno de los congresistas republicanos de Ohio, un político de porte santurrón, que se escondía del público para fumarse sus cigarros, y que desde su primer día en Washington se destacó como un operador del sector industrial de la clase capitalista, lo llevó de su mano hasta su aprobación final.
El nombre del congresista era William McKinley. En sus declaraciones públicas manifestó sentirse satisfecho al haber cumplido con los santos preceptos de su conciencia, al empujar el proyecto por encima de las acusaciones de estar favoreciendo sin rubor a los intereses económico de Havemeyer y sus secuaces.
Havemeyer, naturalmente, debió haberse sentido más complacido con los varios millones de dólares en ganancias adicionales para su fortuna personal que la aprobación de esta llamada reforma tarifaria le regalaría (gravando aún más las espaldas de los millones y millones de trabajadores pobres del País), que con los santos preceptos de la conciencia de McKinley, pero con esos discursos beatos los políticos suelen tratar de perfumar sus iniquidades.
Tras celebrar su maravillosa victoria, especialmente en lo relacionado con Spreckels, Havemeyer y Aldrich procedieron a empujar en el Senado la derogación del tratado de reciprocidad con el Reino de Hawái. Lograron que se presentara evidencia de que Spreckels estaba importando a California azúcares de otras regiones del Pacífico, que él transbordaba en Hawái, disfrazándolas de azúcar hawaiano, y eximiéndolas de impuesto. En efecto, Spreckels había importado a California volúmenes de azúcar “hawaiano” tres veces mayores que la producción total de azúcar en Hawái. Aún asi, Aldrich no logró convencer a un número efectivo de sus colegas, ni Havemeyer logró comprar suficientes votos, para poder asestarle a Spreckels y a la delegación de California el ambicionado golpe de gracia.
16. Comision Arbitrios
Con la aparente intención de extraer el debate sobre las tarifas de los pasillos y los cuartos oscuros del Congreso, se decidió crear la Comisión de Arbitrios.
La justificación declarada fue que, al remover los procesos del toma y dame legislativo de intercambios de favores e influencias entre congresistas, esta Comisión podía producir la reforma tarifaria más conveniente para la República.
Naturalmente, no ocurrió otra cosa que la transmisión al seno de la propia Comisión de los mismos conflictos y las mismas correlaciones de fuerzas políticas existentes en el Senado y la Cámara de Representantes. En su composición final, era inevitable que los integrantes de la Comisión fueran mayoritariamente Republicanos y proteccionistas. Se aseguró, también, una robusta representación de los intereses azucareros del Este.