Nota Fichas El Magnicidio
Nota previa de la Editorial El Antillano: El grupo de fichas de El Magnicidio pasaron por la etapa intermedia de haber sido confeccionadas como parte de una conferencia sobre ese tema. Son dos las consecuencias que se producen de esta circunstancia: 1. En el estilo de las fichas se mezcla el aspecto informativo con el discursivo. 2. Existe una secuencia en el orden en que deben ser leídas. Están enumeradas en el acordeón. Presione sobre el tema para expandir la información. En la conferencia titulada El Magnicidio siempre se suscitan interesantes polémicas sobre el tema. Le recordamos a nuestros visitantes que pueden enviarnos sus comentarios y críticas a info@elantillano.com Un saludo afectuoso a todos. Editorial El Antillano
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01. El Magnicidio
Antonio Cánovas del Castillo había dicho que “para acabar con la insurrección en Cuba sólo hacen falta tres balas: una para Martí, otra para Maceo y otra para Gómez”. Delataba más que la arrogancia imperial española al expresarse así; si España perdió mucho más que a Cuba fue por no poder entender el fenómeno de la guerra popular, y lo difícil —si no imposible— que se les hace a los imperios derrotar al enemigo que conduce este tipo de guerra irregular. A pesar de haber sido historiador, no comprendió que la propia historia de España ostentaba uno de los episodios, para él todavía reciente, de cómo la guerra popular en la Península Ibérica había derrotado las fuerzas incontenibles de los ejércitos de Bonaparte. Pero lo que era comprensible en relación a España —después de todo él razonaría que precisamente de esas hazañas es que se trataba la grandeza peninsular— no podía razonarse como un atributo de los cubanos, gente que para Cánovas, y la mayoría del liderato político de la Restauración, era incapaz de las labores titánicas que, a la postre, significaron la derrota del mayor ejército que enviara potencia europea alguna al hemisferio americano.
La epopeya del pueblo español en su guerra de liberación en contra del Imperio napoleónico no fue comprendida cabalmente por la mayoría de los políticos de la Restauración.
Pero ni la arrogancia ni la ignorancia de las lecciones de la historia pueden opacar el mensaje que le ofrece Cánovas, como principal gobernante de España, a los revolucionarios antillanos. Concibió el conflicto como uno de carácter personal, el cual sería resuelto si alguien eliminara a los tres principales líderes de la revolución. Definió, muy a su perjuicio, el conflicto armado entre cubanos y españoles, como un problema de bandolerismo que se resolvería sin mayores complicaciones con el simple acto del asesinato, con las muertes individuales de tres personas. Con tres balas.
Los mambises cubanos le brindaron al mundo una prueba contundente de una verdad sencilla, corroborada una y otra vez: la guerra popular puede ser traicionada por las clases pudientes, pero resurgirá cada vez con mayor ímpetu y deseo de victoria.
Le tomó algún tiempo a Cánovas asimilar el hecho testarudo de que el pueblo cubano pretendía seguir en guerra hasta expulsar a la tiranía española. Entonces optó por su Plan B: el genocidio contra el pueblo cubano, pueblo de hombres oscuros y descalzos, los esclavos de ayer, que pretendían desafiar la gloria imperial de España.
Los imperios siempre tratan de crear la ideología de su invencibilidad. Realmente son tan poderosos como quieran admitirlo sus sujetos.
Cuando los pueblos sometidos se disponen a luchar por liberarse del yugo de la opresión imperial, la ideología de la omnipotencia del imperio comienza a desvanecerse rápidamente. En sus absurdas pretensiones, los imperios optan por la salvaje guerra de exterminio, como la que ensayó Cánovas en Cuba.
Ese tipo de “solución” de los conflictos no se la inventó Cánovas, ni fue él el último en prescribirla. El estado burgués logró consolidarse al sofocar las resistencias a su imposición del modo de producción capitalista, y a la privatización de los recursos comunales, descabezando los movimientos de rebelión, y su vertiente del bandolerismo. En esta fase poco recordada de la dictadura de la burguesía sobre el resto de la sociedad, la violencia y la coerción fueron los métodos principales usados para llenar las fábricas de trabajadores. El asesinato, legal o ilegal, mediante la horca, el garrote, o el fusil, fueron los modos de erradicar cualquier foco de resistencia.
La clase capitalista se hizo su espacio en Inglaterra apropiándose de todas las tierras comunales y lanzando a los aldeanos al ejército de trabajo asalariado. Los que se resistían al nuevo régimen se convertían en escarmientos colgados a lo largo de los caminos. Esta es la historia de la imposición de la dictadura de la burguesía que se repitió una y otra vez, y todavía se repite, en cada país del planeta.
De modo que el asesinato político de los líderes de la oposición radical por parte de los estados ha resultado ser una práctica frecuente —aunque no efectiva— en todas las épocas, desde las más liberales hasta las fascistas, del régimen burgués. Esa práctica halló eco en la prédica con la acción de parte de los sectores más arrinconados del anarquismo en Europa, y eventualmente en todos los estados burgueses.
Por eso la propuesta de Cánovas estuvo cargada de ironía. Su estrategia fallida de eliminar las cabecillas, y su adopción desesperada de las campañas de terror del estado en contra de los revolucionarios cubanos y en contra del movimiento obrero en España activaron los resortes para que fueran tres balas las que terminaran con su vida. Esas tres balas, más que derrotar a los cubanos, causaron que el régimen que Cánovas había diseñado e impuesto a toda España comenzara su etapa, como ha sido apodada por los propios españoles, de desastre.
La muerte violenta de don Antonio Cánovas del Castillo pone sobre la mesa de discusión, nuevamente, el debate sobre la legitimidad, o la falta de ésta, que tiene el magnicidio en la historia. Inevitablemente, levanta la misma discusión sobre el empleo de la violencia, por parte del estado, para mantener el orden establecido, y anular las fuerzas de su oposición radical.
En otras fichas que forman parte de un conjunto sobre el mismo tema, nos aproximaremos a las causas y los actos que le dieron forma a este drama, y a sus consecuencias históricas.
02. Ese día en Santa Águeda
El domingo, 8 de agosto de 1897, cerca del mediodía, don Antonio Cánovas del Castillo, acompañado de su esposa, bajó las escaleras de las facilidades donde se hospedaba. Desde hacía unos días se encontraba en el balneario de Santa Águeda, en el País Vasco, “tomando las aguas”, con las que buscaba un alivio a sus aflicciones.
El Balneario de Santa Águeda, Guipúzkoa, Euskadi.
Hacía un rato había regresado de la Misa; al igual que más tarde Francisco Franco y Augusto Pinochet, Cánovas era capaz de practicar su devoción católica a la vez que desataba el terror de su política de reconcentración en Cuba, y las infames torturas y abusos indiscriminados ocurridos en Montjuïch en contra del movimiento ácrata en España. Había subido a su habitación para atender asuntos de su gobierno —en esos días ocupaba uno de sus turnos como presidente del Consejo de Ministros— y ahora bajaba en dirección al comedor, cuando su esposa fue detenida en uno de los descansos por unas amigas. Luego de excusarse caballerosamente, dejó a las damas en su animada tertulia y continuó su camino a la planta baja.
Al igual que Francisco Franco y Augusto Pinochet, Antonio Cánovas del Castillo era capaz de albergar en su consciencia los más horrendos crímenes en contra de sus semejantes con la más elevadísima piedad católica. Ésta y las próximas imágenes de los resultados de la reconcentración en Cuba convivían perfectamente con las misas y las comuniones.
Abajo, caminó pocos pasos hasta una galería interior, contigua al comedor, donde se sentó en un banco a leer el periódico que traía consigo. Se acomodó los lentes y acercó la publicación a sus ojos, ya que era corto de vista.
Sumido en la lectura, lo próximo que tiene que haber sentido fue el relámpago del disparo de un revolver, el impacto del proyectil sobre su cráneo, y el olor a pólvora quemada que se apoderó del aire y de la sangre que comenzaba a emanar a borbotones de su cabeza. Todo fue instantáneo; como un resorte se incorporó y giró hacia su atacante, quien disparó por segunda ocasión. Esta vez el tiro le impactó el pecho y salió por su espalda, sin alojarse en su columna vertebral.
Este segundo disparo ocurrió de frente; Cánovas, con lo que le quedara de función cerebral consciente, pudo verlo todo. ¿Qué otras cosas relampaguearon por su mente en esos instantes de la muerte en que el tiempo parece detenerse y los segundos se convierten en horas? ¿Contempló los rostros calavéricos de los 300,000 cubanos que murieron como consecuencia de sus políticas genocidas de guerra? ¿Pensó en la cruel política de represión de terror y exterminio que lanzó sobre los trabajadores industriales y agrícolas de Cataluña y Valencia?
Haya sido lo que fuera, había llegado su fin, y así se desplomó boca abajo frente a los pies de su verdugo, quien le disparó una tercera bala, que perforó su espalda y se alojó en el pecho. Allí quedó inmóvil, hundiéndose en el inmenso océano de sangre derramada a consecuencia de sus políticas, y que ahora se juntaba con la suya propia que corría por las galerías de Santa Águeda.
Tres balas terminaron con don Antonio Cánovas del Castillo. Terminaron también con sus crueldades y con sus políticas de genocidio y terrorismo de estado.
Con la muerte de Cánovas finalmente se le abrió paso urgente a unas reformas coloniales que se habían prometido con la mal llamada Paz del Zanjón, veinte años antes, pero que la mezquindad de los gobernantes de España habían frustrado una y otra vez.
En el plazo aproximado de un año España habría perdido no solamente a Cuba, sino a todas sus posesiones de ultramar, excepto las africanas, casi todos los buques de su Armada, una buena porción de su población de jóvenes trabajadores, y todo su prestigio como potencia europea.
03. La España de Antonio Cánovas del Castillo
Cánovas era un hombre de reconocida inteligencia. Dejó una obra historiográfica considerada como valiosa por algunos. Fue también un político muy astuto, que unos llamaban pragmático y otros cínico, como demuestra su juicio de que “los cubanos no quieren ser independientes; lo que quieren es que los dejen robar solos”.
En efecto se trata de una proyección de su visión sobre la sociedad española que él dirigía, y cuya problemática principal consistía en darle respuesta a la interrogantes: ¿a quiénes se les ha de permitir robar? y ¿quién ha de robarle a quién?. De esa manera, a los partidarios de la Restauración se les permite imponer el cacicazgo político en sus correspondientes feudos. Son aceptables los más descarados fraudes electorales, siempre y cuando éstos sirvan para asegurar los resultados que se hayan pactado de antemano entre las camarillas dirigentes de los dos partidos de turno: el propio de Cánovas, el Conservador, y el Partido Liberal Fusionista encabezado por Práxedes Mateo Sagasta.
Igualmente se les permitía a los grandes terratenientes del Sur y del Levante apropiarse de todas las tierras cultivables y desalojar de ellas a sus habitantes ancestrales. Los industrialistas de Barcelona podían absorber esta población hambrienta y desposeída, y someterla a las más infames condiciones de explotación, mientras sacaban de competencia a los pequeños y medianos talleres de producción, quebrándole la espalda a la economía artesanal de la región e imponiendo el régimen capitalista en el que solo ellos, los grandes industriales, disfrutarían de los mercados coloniales cautivos de ultramar.
La oligarquía española se apoderó de todas las palancas del poder económico y político, polarizando la sociedad en dos bandos irreconciliables.
Esas colonias cautivas estaban sujetas al más oprobioso sistema de opresión política y explotación económica, en el que los peninsulares residentes en las colonias monopolizaban todos los puestos de gobierno, y los privilegios comerciales. Las colonias, además, ofrecían un escenario sin igual para el enriquecimiento sin límites del cuerpo de oficiales del Ejército de España, que consideraba un nombramiento a ultramar como una envidiable oportunidad económica única, una recompensa a la complicidad corrupta y al rechazo de sus “errores” republicanos.
De pies a cabeza, el sistema que compuso Cánovas, y al que incorporó a los terratenientes, los industriales, la Iglesia Católica (uno de los principales terratenientes en la Península y en las colonias) y el Ejército de España, estaba sumido en la más corrosiva y desmoralizante corrupción. La inmensa mayoría de los españoles vivían al margen de su gobierno y de las instituciones del estado.
El peso del estado corrupto de la Restauración Borbónica, que incluía la Iglesia Católica, el Ejército y el costo de la maquinaria de robo y pillaje de la oligarquía a través de las dependencias del Estado, lo llevaban sobre sus espaldas el pueblo trabajador (y las colonias de ultramar).
¿Cómo se sostenía este corrupto edificio en el que nadie creía, excepto quienes se beneficiaban, y que a muchos oprimía? Con la fuerza. Antonio Cánovas del Castillo, y su contraparte, Práxedes Mateo Sagasta empleaban con suma facilidad, y con el más mínimo pretexto, las fuerzas represivas del Ejército y la Guardia Civil para aplastar cualquier asomo de amenaza, por más tímida que ésta fuera, a los privilegios de sus clientelas políticas.
Sagasta, el supuesto santo patrón del liberalismo español, repondió con fuerza desproporcionada a la campaña de boicot que los puertorriqueños adoptaron previo al terrible año de 1887, en contra del comercio español en Puerto Rico, y a favor de los arrinconados comerciantes criollos. En protesta por los desvergonzados favoritismos políticos y económicos que el régimen le extendía a los peninsulares, y los discrímenes descarados en contra de los nativos, aumentaba el número de puertorriqueños que preferían pagar más caro por las mercancías de primera necesidad en las tiendas de otros puertorriqueños, antes que patrocinar los establecimientos comerciales de los peninsulares. Alarmado por los gritos de pánico de los españoles privilegiados en la colonia, Sagasta envió a Puerto Rico al general Romualdo Palacios, quien rápidamente impuso un régimen de terror político, identificado con su método de tortura favorito, el componte, para escarmentar la insolencia de los puertorriqueños, y su atrevimiento a retar el poder omnímodo de España sobre su colonia.
Confrontado con retos mayores, como la insurrección cubana, o las campañas de acción directa de sectores anarquistas del movimiento obrero, el régimen, esta vez de turno el propio Cánovas, desató la furia de la violencia del estado con todo el morboso deleite que prefiguraba las acciones del fascismo europeo y de las ultraderechas en América Latina.
05. La mano dura en España
El régimen de la Restauración premiaba por turnos a los adictos a las dos agrupaciones que se alternaban en el poder, y de manera permanente a las clases sociales que lo sostenían, a la Iglesia Católica, que lo santificaba y al Ejército, que lo defendía.
Y defensas necesitaba, porque el régimen nunca fue capaz de establecer una legitimidad que no fuera su continuidad, ya que nunca fue el producto de la voluntad de la mayoría de los españoles. Estas mayorías sencillamente se desvincularon de la política, y trataban de llevar a cabo, como mejor se pudiera, las tareas obligatorias del diario vivir de las masas de la población.
En el seno de esas masas, no obstante, pululaban elementos en los que se radicalizaba el odio de clases, la rabia en contra del régimen, y la sed de justicia, o de venganza. Fue en ese terreno que prendió rápidamente la Idea, la visión embriagante de la utopía, de un mundo posible sin explotados ni explotadores, sin amos y sin sirvientes, sin propiedad privada ni autoridades sobre las riquezas de la sociedad, ni sobre las personas. Y cuando esa Idea prendió en las masas desesperadas, se levantó una tempestad de lucha y resistencia en contra del régimen, al cual éste respondió con la más feroz de las represiones.
Los trabajadores de Valencia y Cataluña respondieron al terror de la oligarquía y su Estado con las tácticas de la prédica del acto, la acción directa, el ataque frontal, en contra de los poderosos.
El principal estratega de esa represión fue, sin duda, Antonio Cánovas del Castillo.
El momento que nos ocupa ocurrió el 7 de junio de 1896, en Barcelona, en la procesión del Corpus Christi, que se llevaba a cabo por la calle Cambios Nuevos. La secuencia de eventos, y sus consecuencias, levantan sospechas sobre la participación del estado en los acontecimientos. La bomba que se lanzó sobre la procesión, y que mató a once personas e hirió a más de cuarenta, no cayó sobre la parte delantera del grupo de participantes, compuesta por los dignatarios de la ciudad, los principales ciudadanos, la gente de dinero e influencias, los curas y los obispos, sino en la parte final, donde se encontraban los feligreces más humildes. Éstos fueron los que pagaron con sus vidas y sus extremidades la explosión que sirvió de causa para que inmediatamente se lanzara a la calle, como si hubieran estado esperando, centenares de tropas, guardias civiles y, novedosamente, pelotones de integrantes de la infame Brigada Social, viciosos, vagos y delincuentes comunes, armados y protegidos por la Guardia Civil, los que lanzaron como perros feroces sobre los círculos obreros, las agrupaciones ácratas, el liderato sindical de la región, republicanos, anticlericales y, en general, sobre todos los grupos opositores del régimen. Los tomaron a todos desprevenidos. La acción relámpago del régimen acorraló a sobre cuatrocientos sospechosos en las mazmorras del castillo de Montjuïch, donde se escenificaron las más despiadadas torturas, violaciones y atropellos que se hubieran visto en la España burguesa.
El atentado en contra de la procesión del Corpus Christi fue excepcional porque se lanzó la bomba contra la parte final de la procesión, en la que desfilaba la gente más humilde, y no en contra de su cabeza, donde se encontraban los grandes dignatarios de la Iglesia, el gobierno, la oligarquía y el Ejército. Éstos ya habían entrado, con toda pompa, a la seguridad del templo, cuando estalló la bomba.
La Guardia Civil, dirigida por el teniente Narciso Portas, derrochó toda su crueldad y saña, y le dio mano libre a la Brigada Social para que cebaran sus inclinaciones sanguinarias y morbosas sobre hombres y mujeres de todas las edades.
La odiada Guardia Civil se valió de hampones del bajo mundo de Barcelona que organizó con el nombre de la Brigada Social para embestir en contra del movimiento obrero de esa ciudad.
Tal fue la orgía de violencia macabra y de abusos sexuales, que el propio Ejército de España, y su estado mayor, se vio obligado a condenar los excesos y a distanciarse de las acciones de la Guardia Civil y sus fieras paramilitares. De Cánovas, por el contrario, sólo se escucharon elogios para los verdugos.
A los prisioneros que no fueron sumariados fue necesario celebrarles juicio. De los más de cien que se celebraron, sólo un puñado concluyó en convicciones. Los más de los reos fueron absueltos. No obstante, Cánovas dio órdenes que se les deportara a las colonias de África ecuatorial.
La barbarie de Montjuïch tuvo un efecto escalofriante sobre toda Europa, efecto que Betances supo aprovechar con gran efectividad propagandística. Una de las víctimas, Tarrida del Mármol, hijo de una familia acomodada de Barcelona pero nacido en Cuba, escribió un libro de denuncia que se convirtió en un manifiesto de condena del régimen canovista. En muchas ciudades europeas se escenifiicaron manifestaciones de protesta en contra de las atrocidades de Montjuïch, pero en ninguna en la escala de las que se organizaron en Londres. En más de una ocasión, miles de personas de todas las clases sociales y de todas las persuasiones políticas, salieron a la calle, espantadas por las crueldades inquisitoriales de los protofascistas de Europa, para escuchar a las víctimas sobrevivientes de los abusos y para manifestar su repudio a la barbarie instigada y amparada por Cánovas y su gobierno.
Fernando Tarrida del Mármol, hijo de una familia acomodada de Cuba con raíces en Barcelona, director del Instituto Politécnico de Barcelona y simpatizante de la causa libertaria fue internado en Montjuïch por la Guardia Civil e inhumanamente torturado junto a cientos de otros hombres y mujeres, como resultado del operativo del Corpus Christi. Las conexiones familiares de Tarrida (su tío había sido general del Ejército de España) le ayudaron a conseguir escapar de la prisión. Viajó a lo largo y ancho de Europa denunciando la salvaje represión del movimiento obrero en Barcelona por parte del gobierno de Cánovas del Castillo.
Uno de los que escucharon y leyeron los escalofriantes testimonios, y vieron las cicatrices y mutilaciones exhibidas por las víctimas, fue un joven italiano de profundas convicciones ácratas, convencido de una vez y por todas, a su parecer, que la tiranía burguesa sólo se detendría mediante la acción directa y la propaganda del hecho. Había que hacer pagar un precio por crímenes como los de Montjuïch.
04. Brevemente, en Cuba
En 1895, el Partido Revolucionario Cubano, con el liderato de José Martí, lanzó una nueva insurrección en contra de España. Al poco tiempo, Antonio Cánovas del Castillo asumió la presidencia del Consejo de Ministro y la jefatura del gobierno, con la intención de liquidar rápidamente a los insurrectos. De ahí aquello de “las tres balas”.
No fue tan sencillo como Cánovas esperaba. Tal vez, cínicamente, él lo figuraba, y por esa razón envió a su rival, el general Arsenio Martínez Campos, a sofocar la supuesta “revuelta de negros y filibusteros”. No le tomó mucho tiempo a Martínez Campos admitir que para acabar con la insurrección cubana iba a ser necesario mucho más que levantar trochas y construir fortificaciones. Habría que implantar medidas con las que tal vez él no comulgaba. Iba a ser necesario acabar con Cuba, y pidió ser reemplazado por otro general que estuviera dispuesto a llevar a cabo las medidas que él no quería llevar sobre su conciencia o su honor castrense. Siempre presto para esas tareas crueles y sanguinarias, el general Valeriano Weyler y Nicolau aceptó sin titubear la misión de terminar con los cubanos que no quisieran seguir siendo españoles.
El general Arsenio Martínez Campos cayó en la trampa política en Cuba de tener que pelear una guerra que sabía que sangraría trágicamente a España y a Cuba, pero que España nunca iba a poder ganar. Para su crédito, se cantó incapaz de cometer más y mayores crueldades de las que estaba ya cometiendo en Cuba, y prefirió dimitir a su cargo.
La doctrina de exterminio, promulgada por Cánovas e instrumentada por Weyler, causó la muerte de más de 300,000 cubanos. Los españoles, decididos de privar a los rebeldes de todo apoyo popular, recogieron los habitantes de la ruralía y los depositaron en campamentos de reconcentración en las áreas que su ejército podía controlar, o sencillamente los desparramaron en los centros urbanos donde pudieran prevalecer los elementos afectos al régimen colonial. Impuso la pena de muerte sumaria a cualquier cubano que resistiera esas órdenes, o que intentara sembrar alimentos, o que sostuviera contacto alguno con los rebeldes. Procedió el ejército español a colocar bajo la antorcha todas las aldeas y todos los bohíos rurales que estuvieran a su alcance, junto a los sembrados y las escasas propiedades de los guajiros reconcentrados. Cuentan las crónicas que, como lánguidos fantasmas, miles de cubanos deambulaban, famélicos, por las calles de las ciudades, desfallecidos, desplomándose de hambre y enfermedades, como resultado de las políticas genocidas de Cánovas y Weyler.
El general Valeriano Weyler y Nicolau, conocido como «el carnicero». Se dice que aprendió sus tácticas genocidas del general yanki William Sherman durante su campaña por el Sur de Estados Unidos durante la Guerra Civil.
06. Michelle Angiolillo y Galli
Nació en Foggia, cerca de Nápoles, al sur de Italia, donde permaneció como trabajador ferroviario hasta que salió de Italia, perseguido a causa de su actividad de agitación en contra de las autoridades locales. De Italia pasó a Francia en 1895, y de ahí a Suiza, donde se ocupó como tipógrafo y periodista hasta ser acusado, multado y encarcelado en 1896, por sus escritos políticos. Logró evadirse de la prisión y pasó nuevamente a Francia, y luego a España, donde estableció contactos políticos con el movimiento obrero en Barcelona.
Estaba en Barcelona cuando se suscitaron los hechos de la Calle Cambios Nuevos. El estado de sitio impuesto por la Guardia Civil y los persistentes rumores sobre los horrores que se perpetraban contra los detenidos en Montjuïch fueron buenas razones para verse persuadido a salir de la ciudad rumbo a Francia.
En Marsellas fue arrestado y se le encontró en violación de ley al poseer cédulas falsificadas. Se le envió a Bélgica, donde trabajó por un tiempo en una imprenta. Finalmente partió a Inglaterra en 1897. En Londres hizo contacto con los exiliados españoles, y tuvo también contacto personal con las víctimas de los sucesos de Montjuïch. Se empleó en una imprenta llamada Typographia y se activó inmediatamente en las labores de proselitismo anarquista. Contaba en este momento con 27 años de edad.
Asistió a la manifestación masiva en Trafalgar Square el 30 de mayo, organizada por el anarquista Joseph Perry del Spanish Attrocities Committee.
Pudo comprobar de cerca la crueldad de la represión burguesa, en la carne mutilada de dos trabajadores torturados, Oller y Gana, que le mostraron a él y a otros anarquistas reunidos en casa de uno de ellos, las escalofriantes cicatrices que condenaron a Cánovas a su destino violento.
Frank Fernández nos cita el testimonio de uno de los presentes:
«Yo he visto las cicatrices de Francisco Gana en sus manos, las que fueron quemadas con hierros candentes para que acusara a alguien, le sacaron las uñas, lo amordazaron y apretaron al máximo hasta que su boca quedó abierta por horas. Lo hicieron caminar por su celda cuatro días y noches, sin descanso. Le aplastaron la cabeza con una máquina compresora. Finalmente le arrancaron los testículos.»
El incansable doctor Betances formó parte del coro que machacó con insistencia el punto propagandístico necesario: el estado español representaba un sistema sádico que se ensañaba sobre gentes indefensas, como ocurrió con los reconcentrados en Cuba, insurrectos en armas, como fue con los revolucionarios cubanos y filipinos, que eran sumariados cuando caían prisioneros, y ácratas en rebelión, como demostraron en los sucesos de Montjuïch. Siempre ha sido el deber de todo ser humano civilizado oponerse a este tipo de barbarie.
Casi instintivamente, Angiolillo se dirigió a Francia, con el revólver que adquirió en Londres en su bolsillo. Prosiguió a París, y a través de sus contactos dentro de la fraternidad anarquista, buscó presentarse ante el doctor Betances.
08. El fin de Angiolillo en España y el fin de España en América
Angiolillo finalmente encontró su presa en Santa Águeda, hospedaje de baños medicinales para los acomodados de España. Allí se hospedó él también bajo el nombre de Emilio Rinaldi, y asumió la identidad de un corresponsal italiano. Hay que suponer que, para no llamar la atención, tuvo que vestirse y calzarse a la moda de un caballero pudiente, lo que significaría que le fue necesario gastar cantidades de dinero a estos efectos.
Se cruzó con Cánovas varias veces, buscando el momento oportuno para el golpe, que finalmente se le presentó ese domingo al mediodía. Es de suponerse que, en ocasiones de encuentros casuales durante los días del acecho, se saludarían cordialmente, sin que se despertaran suspicacias.
Cuando se le presentó la oportunidad, pudo acercársele sin causar alarma. Con parsimonia, extrajo el revólver de su bolsillo y comenzó su faena.
Después de disparar el tercer tiro, Angiolillo bajó el arma. No huyó. Su primera confrontación fue con la mujer que él acababa de hacer viuda, Joaquina de Osma, que al escuchar la primera detonación, parece haber intuído que su marido estaba en peligro y corrió escaleras abajo. En ese plazo se escucharon la segunda y tercera detonación. Al ver la escena sangrienta, la espantada mujer encaró al verdugo de Cánovas con palabras fuertes. Angiolillo la dejó expresar sus emociones, y entonces le respondió, sin delatar ninguna emoción de su parte, que él había cumplido con su misión, pero que ella no corría ningún peligro. Nos citan los cronistas que le dijo: «A usted la respeto porque es una señora honrada; pero he cumplido con mi deber y estoy tranquilo. He vengado a mis hermanos de Montjuïch».
En esos instantes fue apresado por varios de los veinticinco guardias civiles (y nueve agentes de la policía secreta) que suponían velar por la seguridad del Presidente del Consejo de Ministros. Fue conducido inmediatamente, fuertemente encadenado y bajo estricta vigilancia al cuartel de Vergara, cerca de la hospedería. Angiolillo nunca perdió la calma. No dio explicaciones ni pidió consideraciones de ninguna clase. Fue enjuiciado en la mañana del domingo, 15 de agosto por un Consejo de Guerrra, a puertas cerradas, que lo condenaron a morir. Angiolillo intentó plantear unas declaraciones políticas al concluir el juicio, pero no le fue permtido por los oficiales encargados.
El 18 de agosto, en Madrid, se validó el fallo del tribunal de Vergara por un Tribunal Supremo de Marina y Guerra.
La sentencia se ejecutó el 20 de agosto de 1897, a las once de la mañana, en el garrote vil, en el patio de la misma prisión de Vergara. Según se le atornillaba el collar de acero en contra de su garganta, emitió como pudo el grito de “¡Germinal!”, la consigna de guerra de clases del anarquismo internacional.
Al enterarse del hecho, Betances comprendió la magnitud del asunto. España le exigió a las autoridades francesas que expulsaran al doctor Betances y a otros exiliados cubanos. Solamente el prestigio del doctor, y su reputación entre las masas parisinas, y en círculos influyentes de la política de la ciudad, mantuvieron a raya a las autoridades francesas. En una carta escrita el 13 de agosto de 1897, a Gonzalo de Quesada, una semana antes de la ejecución de Angiolillo, Betances expresaba: «La venganza de Maceo ocurrida en Santa Águeda, el meeting socialista en que un cubano, Tarrida del Mármol, sobrino de Donato, tomó la palabra, la fuga de Justo García y de Planas de Chafarinas, han creado aquí un movimiento algo escabroso para nosotros y hoy he sabido por mis vecinos que mi casa se halla muy vigilada por la policía».
Betances, el veterano conspirador —y quien siempre entendió que el deber de cada revolucionario era conspirar en todo momento contra el enemigo— manejó con cautela los resultados de los acontecimientos, pero nunca le tembló el pulso. Los medios noticiosos de toda Europa acechaban al galeno puertorriqueño en búsqueda de una entrevista reveladora. A preguntas de L’Intransigeant, periódico socialista de París, sobre su sentir en relación a los sucesos de Santa Águeda, Betances se expresó así: «No aplaudimos, pero tampoco lloramos».
Declaró al periódico La Luz de Lisboa: «Cánovas había caído bajo el golpe de Angiolillo, que a fin de cuentas asesinó a un hombre, mientras que su víctima asesinó a un pueblo».
El régimen canovista se sacudió, pero no colapsó inmediatamente. Las ruedas del estado se movieron rápidamente para recobrar el balance, y en poco tiempo ya Sagasta tenía el timón del gobierno y del régimen en sus manos.
No obstante, ya la suerte estaba echada. Con Cánovas, el único político español con prestigio de estado e influencias diplomáticas en las cancillerías europeas, sacado del camino, la maquinaria imperialista de Estados Unidos vio el terreno limpio para subirle la candela al fogón, y comenzó a dar pasos inexorables hacia la confrontación final con España.
09. La tormenta después de la muerte
Días después del magnicidio, el 12 de agosto, las autoridades francesas detuvieron a Tarrida del Mármol. Otros dos cubanos, evadidos de la prisión de Chafarinas como resultado de gestiones secretas de Betances, fueron colocados también bajo arresto. Los cubanos evadidos, Manuel Planas y Justo García, se habían escurrido hasta París donde buscaban integrarse al círculo de Betances. Junto a Tarrida, se les expulsó de Francia hacia Bélgica.
Sectores temerosos del exilio cubano en París, a través de las páginas del periódico bilingüe, La República Cubana / La République Cubaine, condenaron el magnicidio y tomaron la mayor distancia política posible de los hechos. En el número 76, del 19 de agosto, los cubanos negaron toda complicidad con los hechos de Santa Águeda, y condenaron a sus autores (en plural): «Nosotros deseamos que quede claramente establecido que los insurgentes cubanos no tienen ninguna relación con los fanáticos (sigue el plural, a pesar que Angiolillo es el único participante comprobado en el acto) que predican la anarquía en las plazas públicas y se hacen pasar por cubanos».
Además de lanzar a las fieras a Tarrida del Mármol (quien ya había condenado los hechos) y al doctor Betances (que nunca los condenó), la timidez de los editores del semanario dejó un sabor amargo entre las filas del anarquismo en Francia, aliados firmes y combativos de la revolución cubana.
Es elocuente la distancia en opiniones de estos representantes del exilio, dependientes financieramente de la sacarocracia cubana en París, de los tabaqueros anarquistas de Florida, cuya opinión típica era que «Cánovas debió ser asesinado hace veinte años». En general, la opinión del exilio cubano se bifurcó a lo largo de la división de clases. Los burgueses, más insulados de los horrores de la guerra y de las políticas genocidas del binomio Cánovas – Weyler, asumían posturas más filosóficas, más elevadas, diciendo necedades como «Quiero ver libre a Cuba pero no a merced de un asesinato» (Frank Domínguez, representante oficial de la Junta Revolucionaria en Filadelfia).
07. El consultorio del doctor Betances
En otras fichas se han presentado diferentes aspectos de la presencia del revolucionario caborrojeño en París. Aquí repetimos que su despacho en el 6 bis Rue Châteaudun era escenario de juntas y reuniones regulares de diferentes grupos revolucionarios con los que el doctor mantenía íntimas y cálidas relaciones. Naturalmente, primero entre ellos, estaba el grupo del exilio cubano, del cual Betances, reclutado personalmente por Martí, era la principal y más activa figura política.
Betances fue instrumental en que el Partido Revolucionario Cubano lograra muchas de sus metas en Europa. Aún así, en el momento de la verdad, la burguesía cubana lo abandonó en su empeño de lanzar una expedición libertadora a Puerto Rico antes de que los yankis invadieran su Patria.
Betances fue instrumental en que el Partido Revolucionario Cubano lograra muchas de sus metas en Europa. Aún así, en el momento de la verdad, la burguesía cubana lo abandonó en su empeño de lanzar una expedición libertadora a Puerto Rico antes de que los yankis invadieran su Patria.
Entre los más frecuentes estaban los anarquistas, tanto de Francia como italianos, que convergían en casa del eminente médico, hombre de ciencias, apasionado de la libertad, y activista incondicional de todas las causas revolucionarias.
Uno de ellos, Domenico Tosti, lo dirigió a una de las charlas. A partir de ese momento, Angiolillo encontró su camino y repitió su visita intermitentemente. En una de esas visitas, y en privado, Angiolillo le propuso a Betances darle un duro golpe al régimen español, matando al infante futuro Rey de España, Alfonso XIII, o a su madre, la Reina Regente María Cristina.
Betances lo detuvo, interrumpiéndolo. Le rechazó el plan sin ambigüedades, calificándolo de un grave error que sería mal visto y causaría gran repugnancia en todo el mundo; el Rey, después de todo, era un niño y nadie lo vería como responsable de los crímenes cometidos por el estado español. Sobre darle muerte a la Reina Regente le dijo igualmente que sería una mala acción, que sería rechazada de plano incluso en las Antillas, ya que la muerte violenta de una mujer se vería más como un acto de cobardía que otra cosa.
Fue entonces que se insinuó en la conversación, o tal vez Betances se lo dijo directamente, nunca se sabrá de manera cierta, que el único responsable de la política genocida de España contra Cuba, y de las atrocidades de Montjuïch, llevaba el nombre de Antonio Cánovas del Castillo. Esa conversación terminó un poco más tarde sin mayores consecuencias.
No todos los narradores coinciden en la secuencia precisa de eventos. Angiolillo regresó al despacho del doctor Betances al día siguiente, el 30 de julio de 1897, para despedirse, y tal vez para solicitar ayuda económica para su misión de extinguir la vida de Cánovas, si ya no lo había hecho en los días anteriores. Betances no se la brindó de momento, pero algunos de los que han investigado y reconstruido los eventos, infieren que en un plazo relativamente corto Angiolillo recibió un sobre anónimo con mil (otros dicen que quinientos) francos en su interior, y que con toda probabilidad fue Betances quien decidió que ese dinero llegara a manos del anarquista italiano.
Pocas horas más tarde, Angiolillo partió para España, en asecho de su víctima.
10. Los revolucionarios nunca mueren
Los revolucionarios nunca mueren. Mientras haya un sólo puertorriqueño revolucionario, el legado de Betances perdurará.
Betances combinó en su persona un patriotismo que no es menor al de ningún otro puertorriqueño, un compromiso con la unidad de las Antillas en una Confederación multinacional, y una integración de la unidad de la justicia social con la lucha por la independencia. Sobre todo, Betances fue un revolucionario.
Hombre de ideas, hombre de ciencias, hombre literario, fue sobre todo, también, hombre de acción. Su prédica nunca estuvo divorciada de las más sacrificadas acciones. Por eso Martí dice de él:
«De nuestro doctor Betances no nos olvidemos un punto, porque él es el corazón de un país con el que Cuba se hermana y abraza y porque son pocos los hombres en quienes, como él, el pensamiento va acompañado de la acción, la superioridad del desinterés y el mérito extraordinario de la mansa modestia.»
Cuando Martí se lanza al combate revolucionario, Betances ha ido acumulando un prestigio y un éxito profesional como médico en París que le han ganado el reconocimiento de sus colegas, de la sociedad francesa, y del propio estado de la República de Francia.
Martí lo llamó a reintegrarse a las sacrificadas labores por la libertad de las Antillas, y en pocos años, el primero había entregado su carismática vida en los campos de guerra, y el segundo había sacrificado toda su modesta, pero cómoda y agradable posición de médico reconocido en París. Betances murió en la miseria, y profundamente desolado al comprender que sobre el futuro de sus adoradas Islas se erguía el águila imperialista de Estados Unidos, presta a sustituir en el dominio antillano al moribundo imperio español.
Las gestiones de Betances a favor de la causa cubana se miraban con recelo por un segmento del exilio cubano, integrante de la llamada sacarocracia, personas inmensamente acaudaladas y en cuyos estilos de vida eran imitadoras de la aristocracia francesa. La austeridad del patriota puertorriqueño, sus hábitos revolucionarios, la humilde serenidad con la que trabajaba a favor de Cuba con anarquistas, socialistas y toda clase de activistas, causaban desconfianza de quienes, a fin de cuentas, se sentían muy superiores al anciano mulato.
Era envidiada también por integrantes del ala comefuego de la pequeña burguesía en el exilio, que le entorpecieron y sabotearon sus trabajos.
El incidente del magnicidio sirvió de abono a las actitudes de menosprecio hacia el insigne Antillano por parte de algunos integrantes de ambos sectores de clase dentro de la política burguesa cubana. Unos por miedo, otros por oportunismo y por envidias, la conmoción causada por la muerte de Cánovas sirvió de pretexto a quienes se empeñaban en marginar al doctor Betances de cualquier posición de influencia política.
Más tarde, el firme rechazo de Betances a los tanteos autonomistas, cubiertos de ofertas de lucro personal, de parte de Sagasta al médico puertorriqueño, a través de su agente político Canalejas (Betances le apodaba “Canallejas”), le dio pie al abuso y la ingratitud de otros sectores del exilio cubano que bendecían cualquier oferta de terminar la guerra que reducía sus beneficios económicos.
Aún así, hubo quien reconociera las singulares virtudes del revolucionario puertorriqueño, incluso dentro de los más encumbrados círculos del exilio cubano en París. Luis Estévez Romero, esposo de Marta Abréu, dos de los más acaudalados cubanos en esa ciudad, escribió después de muerto Betances:
«Pocos hombres he conocido tan sensibles como él… Hubo veces durante los accidentados episodios de nuestra guerra, que vi correr lágrimas por sus mejillas, como el día que se supo en París la muerte de Antonio Maceo.»
Bartolomé Masó, alto oficial de la República en Armas, le escribió a Betances en diciembre de 1897:
«La causa de la libertad antillana tiene en usted un paladín decidido, y los pueblos que sufren, redimidos mañana, sabrán colocar su nombre de patriota inmaculado entre los primeros próceres.»
Los puertorriqueños no hemos sabido hacer de estas palabras una verdad de nuestros tiempos. La memoria de Betances queda recogida para las mayorías del país en el nombre de una que otra calle en el interior de los municipios de la Isla, tal vez una que otra escuela y algún hospital. Pero los puertorriqueños no hemos sabido atesorar la inmensa dimensión del corazón y la mente de este caborrojeño.
Para devolverle a Betances el gran amor que derramó por todas las generaciones de puertorriqueños, tenemos que pasarlo de ser un símbolo de los independentistas a ser la visión de todo un pueblo, de la urgente necesidad de rescatarnos de las profundidades de injusticia y enajenación hacia las que nos siguen arrastrando. Betances es el cambio. Es la convicción de que un mejor Puerto Rico es posible y necesario.
Betances es revolución.